A partir de la construcción social que se ha hecho de la enfermedad mental en la infancia, los equipos de salud son quienes han sido llamados a “sanar” o reparar este sufrimiento, pero ¿son los únicos que deben asumir esta tarea? Ciertamente no.
Inicialmente los padres y la familia, quienes en la estrecha vinculación que la relación ofrece, pueden reconocer el padecer e intentar ofrecer las ayudas que los niños puedan necesitar. Muchas veces las familias encuentran obstáculos para establecer estos vínculos de intimidad, puesto que contactarse con las necesidades de los hijos más allá de las propias, es un ejercicio que no se ve facilitado por una sociedad que aboga sobre todo por los valores ligados a la individualidad y las respuestas rápidas; se sabe que la construcción de un vinculo es una tarea larga, trabajosa y profunda.
La escuela, puede también tener un rol activo, considerando al niño como un todo y entendiendo que desde esta perspectiva es impensado enseñar, sin tener en cuenta al estudiante en su vida personal, familiar. Muchos profesores se vuelven tutores de los niños, los acompañan y los nutren no sólo de conocimientos de ciencia y literatura, sino también de conocimientos sobre ellos mismos, sus aspiraciones y necesidades.
El barrio, los vecinos, los clubes de barrio, tienen también algo que decir sobre el sufrimiento en la infancia, los espacios físicos que se destinan a ellos, la seguridad con la que puedan transitar en las calles, los lugares de encuentro, la posibilidad de que los niños puedan contar con la ayuda de sus vecinos y su comunidad da sentido a la propia existencia, porque la conecta con una identidad común, los hace sentir parte de un todo que lo considera y lo protege.
De manera más envolvente, pero no menos relevante, está la sociedad que define sus políticas relativas a la infancia y la cultura como parte de la construcción que las sociedades realizan para dar sentido a sus acciones. Es la sociedad, a través de estos elementos, quien define cual será el significado que se le dará a la infancia, si los niños serán vistos como personas a la espera de convertirse en adultos productivos, contribuyentes y votantes; o se considerará que la infancia en sí misma tiene valor, no porque prevenir las enfermedades mentales en la infancia puede asegurar una buena salud mental en la edad adulta, sino porque existe una convicción profunda de que los niños en sí mismos son sujetos de derecho y tienen mucho que decir sobre las condiciones en las que viven en la sociedad, porque son parte de ella.
Es posible constatar, entonces, que cuando un niño se enferma, no es sólo un padecimiento del niño y su familia, significa que todos hemos fallado en alguna medida y hemos desatendido su existencia para que llegue a fragmentarse del modo que lo ha hecho.
Visto desde el argumento presentado, todos, eventualmente, podrían llegar a establecer relaciones profundas y significativas que reparan, cuidan y que en consecuencia sanan. Este tipo de vínculos tiene mucho poder, porque ambas partes se transforman y aunque no tuvieran más contacto persistirá internamente la experiencia y en muchos momentos el niño recurrirá a ella para darse ánimo, tener esperanza y enfrentarse a un nuevo desafío o a un nuevo dolor.
Muchos desafíos quedan para hacer frente al sufrimiento de los niños en nuestra sociedad, muchas preguntas y reflexiones que pueden elaborarse desde la perspectiva de todos y todas, así como también políticas públicas y acciones que den vida a estas reflexiones. Nadie sobra en este debate, más bien parece que muchos faltan, para construir una perspectiva sobre la salud mental infantil inclusiva, de equidad, protectora y respetuosa con los niños y niñas.
Por María Victoria Benavente
Doctoranda, Programa Doctorado en Salud Mental, Departamento de Psiquiatría y Salud Mental UdeC